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Mi nieta preferida

Martina es una dulce, y día a día se convierte en una nena cada vez más capaz, curiosa, inteligente y sensible. Hoy tiene 14 años, y a pesar de que tengo ocho nietas más, no puedo dejar de sentir que es mi favorita. Desde que empezó a quedarse en casa los fines de semanas en que mi hija tenía guardias en el hospital, Martina comenzó a iluminar a los ratones de mis 59 años desteñidos de soledad. Me había separado de mi esposa hacía un lustro, y no tenía ojos para otra mujer desde que aquello pasó. Un poco porque no tenía ganas de volver a los mandatos de una pareja.
Todo fue dándose con la mayor naturalidad. Yo no iba a forzarla a nada. No me lo perdonaría. Una tarde, cuando sus 12 años comenzaban a contornearle la figura y el sol se ponía celoso por lo radiante de sus ojos claros, le vi por primera vez la colita bajo uno de sus vestiditos de tela veraniega, repleto de florcitas. Ella atendía el humilde kiosko que todavía sostengo a pesar de la crisis para hacer unos manguitos extras. Se había agachado a buscar unos caramelos y dos alfajores. Tenía la bombachita rosa metida entre sus dos cachetitos redondos, y sentí que la pija me agradecía semejante panorama con unas buenas estiradas.
Ese mismo día pero más tardecito la sorprendí mirando la tele con el vestidito re subido. Tal vez estaba tan concentrada que ni notó que se le veía toda la bombacha. Ahí le descubrí la vulvita abultándole la tela al ofrecerse ante mis ojos desparramada en una reposerita de mimbre. Otra vez mi erección registró aquellos regalos de la anatomía de mi nieta.
Todo lo que hasta hacía unas horas era pura inocencia, recobraba otros tenores en mi sangre. Tenerla sentadita a upa mientras veíamos la tele o me ayudaba a contar la plata de la recaudación del kiosko, para mí era un tormento. Ahora su olorcito a jabón, el shampoo de su pelo, las texturas de sus shortcitos o la liviandad de sus vestiditos sobre mis piernas me empalaban demasiado. Sentía su cola contra mi pija, y un par de veces tuve que desviarle el tema de los pensamientos cuando murmuró: ¡che abu, qué raro! ¡siento algo duro en la cola!
Desde entonces su melena rubia hasta los hombros me significaba un maremoto de sensaciones, y más cuando destilaba su perfume juvenil cerca de mi olfato agraciado. Por suerte había un cuarto para que ella se quede a dormir. Aunque, en aquellos 12 años de mi niña, todavía me ocupaba de leerle un cuento antes de que el sueño la atrape en sus mágicos rincones. Desde entonces, tenía que pedirle que se tape, puesto que se acostaba en remeritas y culotes. En teoría yo no la miraba, pero no era una tarea sencilla. Cuando hacía calor no podía pedirle semejante sacrificio, dado que aquella pieza es lo suficientemente calurosa como para que ni un ventilador pueda calmarlo. Entonces mi inventiva mencionaba cosas como: ¡El mago no tenía razones para vencer al hechicero! ¡Todo el pueblo tarde o temprano caería en sus redes, pero los poderes para derrotar a los brujos no están al alcance de cualquier mago!, mientras que en mi mente Martina caminaba desnuda, exhibiéndose ante varios hombres con sus falos enaltecidos. ¡pero, ¿qué me estaba pasando?
Una mañana, cuando seguramente Martina ya deambulaba en la escuela, yo me encerré en aquella piecita, y mientras ordenaba me tomé el atrevimiento de oler las sábanas que había usado la noche anterior. El olor de su piel estaba intacto, al igual que el de su intimidad. Ese fue el primer acercamiento que tuve de su olor a nena, porque, también encontré una bombachita blanca. Seguro se la olvidó, o no llegó a lavarla cuando se dio una duchita, pensaba en voz alta mientras me la acercaba a la nariz. Era una mezcla de olorcito a pichí, a sudor, y a culito. A pesar de que no parecía tan usada. Tenía que controlarme, porque el próximo sábado la nena volvería a casa, me decía intranquilo, vulnerable y asombrado de mis propios desatinos.
Ese sábado llegó, y después de comer unos ñoquis que preparamos juntos, le ofrecí dormir la siesta en mi cama. Mi pieza era un poco más fresca, y ya había podido arreglar el ventilador de techo. Total, yo tenía que atender el kiosko. Le abrí la cama, le di el control remoto del tele para que busque alguna peli antes de dormirse, y la vi descalzarse con fascinación. Se echó en la cama con los pies desnudos, un vestidito color pastel que le quedaba anchísimo y un alfajor en la mano. Me acerqué para darle un beso en la frente, y para juntar mi nariz a la suya, como le encantaba que le hiciera desde chiquitita, y entonces su voz pronunció con un dejo de vergüenza: ¡Uuuy, abu, perdón, me tendría que ir a bañar primero! ¡Creo que mi vestido, o la bombacha, o no sé, pero algo tiene olor a pichí! ¿Vos no lo notás?!
La tranquilicé diciéndole que por mí podía tener olor a pichí todo el día, a modo de chiste, mientras sentía que se me paraba el pito irracionalmente.
¡No te preocupes ahora Marti! ¡Dormí, y después te bañás! ¿Sí?!, le decía haciéndome el tonto para olerle el vestido.
¿Perooo, tengo olor a pis? ¿Será el vestido? ¡No sé si mami lo lavó!, dijo mordiendo su alfajor.
¡Puede ser hijita!, llegué a decirle cuando justo sonaba el timbre del kiosko. Me tocó atender por lo menos a 7 personas. Por lo que estuve cerca de 15 minutos lejos de mi nieta. Aunque mi cerebro seguía recorriéndole los piecitos desnudos, y mi olfato renaciendo en aquella fragancia que la avergonzaba.
Cuando volví al cuarto, solo con la idea de saber si se había dormido y entonces apagar la tele, la vi boca abajo, con el vestidito hasta un poco antes de las rodillas, y con una bombachita rosada en la mano, la que intentaba guardar debajo de la almohada.
¡Tomá abu, olela! ¡Te juro que no es la bombacha! ¡Es el vestido el que tiene olor a pis!, me dijo venciendo al azar de mis impulsos, arrojándome su calzón contra el pecho. Al parecer se sorprendió de verme entrar.
¡No te preocupes Marti! ¡Yo solo, venía a ver si dormías!, le dije, sin omitir oler de soslayo aquella prenda suavecita. Solo olía a perfume, y a la misma indecencia que gobernaba mis ratones.
¡Dormí Marti, y después te bañás corazón!, le dije con la pija re dura, mientras abandonaba el cuarto con su bombachita en la mano. No supe cómo serenarme por largo rato. Puse un partido en la radio, acomodé golosinas en los estantes, me preparé un licuado, me afeité, y hasta regué algunas plantas del patio. Pero esa bombacha me sometía como a un pendejo adolescente, y cada tanto tenía que tocarme la chota.
La mañana siguiente, desayunamos en el patio, bajo la frondosa sombra de dos álamos grandiosos, en unos bancos de mármol y sobre una mesa que yo mismo construí. A lo largo y ancho de la cerámica están inscriptos los nombres de mis 8 nietas, y el de mi único nieto. Martina me ganó de mano, teniendo en cuenta que yo pensaba ir a despertarla. Se me apareció con unas chatitas, una remerita de algodón con tonos muy claros que le quedaba chicona y un short de jean apretadito.
¡Buen día mi abu preferido! ¡Gracias por dejarme dormir un ratito más! ¡Posta, lo necesitaba!, me dijo luego de estamparme un beso en la mejilla, bostezar y manotear una tostada con queso.
¡De nada hija! ¡Te vi muy cansada, y me pareció que, como es domingo, bue, podías dormir un poco más! ¿Te preparo una chocolatada?!, le pregunté, sintiéndome invadido por el tono de su voz.
¡Nooo abuu! ¡Haceme un juguito de naranja! ¡Creo que, estoy medio gordita, y tendría que aflojar con las cosas dulces! ¡Imaginate! gorda, con olor a pis en el vestido… Naaaah, soy una villerita! ¡Si sigo así, me voy a parecer a la Maga!, dijo mientras su sonrisa perfecta se convertía en una carcajada maliciosa. Magalí es otra de mis nietas que tiene 14 años de pura mugre encima, y está un poco excedida de peso. Muchas veces discutí con mi hijo y mi nuera por no ocuparse de ella como corresponde. Pero siempre los viejos somos unos metidos, no entendemos nada de los tiempos modernos, y todo lo demás. Ese comentario logró que la puntita de la pija se me moje como si un extintor estuviese esperando la orden para ponerse en funcionamiento.
¿Qué decís Marti? ¡Todavía sos chiquita para preocuparte por esas cosas! ¡Igual, te voy a preparar un jugo! ¡Ese no es el punto! ¡Pero, no te compares con tu prima! ¡Ella está haciendo tratamiento y, bueno, le cuesta!, traté de explicarle, aunque tan impreciso como sin convicciones. Me levanté para enfilar a la cocina, y a mitad de camino, la oí decirme: ¡Bueno abu, pero, también tengo que cuidarme por los granitos! ¡Tengo una bocha en la cola!
No volví a mirarla hasta que le traje el juguito. Se lo dejé en la mesa casi sin hablarle, tragando saliva y respirando profundamente el aire vegetal que nos envolvía.
¡Abu, te juro que tengo un montón de granitos en la cola! ¡Ayer me los vi en el espejo, y me quise morir! ¡Mirá!, me dijo levantándose del banco, con sus manos sobre el elástico del short, dispuesta a bajárselo, apuntándome con sus pequeñas dos manzanitas. Para mí todo se dio en cámara lenta. No pude prohibirle que no se baje la ropita, ni que se me acerque para que mis ojos puedan inspeccionarla bien. Era cierto. Tenía varios granitos poblándole las nalgas. Especialmente en la parte donde se juntan todas las curvas de sus montañas para culminar en esos círculos más que comestibles. Ni siquiera llegué a reparar en la bombacha que traía puesta.
¡No es nada nena, es, creo que, son cosas de la edad! ¡Tenés que preguntarle a tu mami! ¡Subite eso, y terminá de desayunar! ¡Eso sí, desde ahora, menos chocolate corazón!, le dije como para sacarme de encima el martirio que me acechaba a solo unos pasos de mis dedos lujuriosos.
Ese mismo domingo por la tarde, mientras la tenía sobre mis piernas comiendo un heladito de limón, Marti me ayudaba a contar billetes y monedas. Su madre la vendría a buscar de un momento a otro. De repente, una de mis manos la manoteó de la cola para acomodarla mejor, ya que medio se me resbalaba de las piernas. Entonces, cuando mi pene sintió la revelación de sus bombitas de carne contra sí, noté que un temblor irreparable me rodeó desde el glande a mis testículos. Seguro que por la sorpresa gemí, o balbuceé algo que no puedo recordar.
¿Abu, estás bien? ¿Soy muy pesada? ¡Si querés me bajo!, dijo mi nieta con los cachetes más rosados y frescos que siempre.
¡No mi amor, no me pasa nada! ¡Estoy bien! ¡Y basta con eso de estar pesada!, definí con una falsa tranquilidad.
¡Dale abu, no podés negar que estoy gordita! ¡Pero, al menos, no tengo olor a pis, no?!, me dijo lamiendo el helado, mirándome a los ojos con picardía.
¡No Marti, tenés rico olor!, le dije, cada vez menos seguro de mí mismo. En ese preciso instante llega Mónica, la madre de Martina, y por consecuente mi hija. Martina no se levantó de mi cuerpo al ver a su madre.
¡Vamos Marti, que mañana hay que ir al cole! ¿Cómo estás papi? ¿Se portó bien esta yegüita?!, dijo Mónica tras abrir la puerta con la copia de mi llave, la que yo mismo le facilité tiempo atrás por cualquier emergencia.
Entonces Marti le dijo resuelta, mientras yo guardaba fajos de billetes en una cajonera, siempre con la nena a upa: ¡Maa, me salieron granitos en la cola! ¡Creo que es por el chocolate! ¡Y, el vestido que traje, tenía olor a pichí! ¡Para mí que lo meó el gato! ¡Bueno, y otra cosa! ¡Estoy un poco gordita me parece!
Mi hija refunfuñó por lo bajo, me dio un beso, sonrió luminosa y se explicó: ¡Mirá Marti, eso de que estás gordita, ya lo hablamos! ¡Cortala con eso! ¡Lo de los granitos, ya lo vamos a ver! ¡Y el vestido, yo te dije que no lo había lavado! ¡Y no fue el gato! ¡Fuiste vos cochina! ¿Te acordás?
Acto seguido, tras el silencio de Martina mi hija resolvió: ¡Papi, paso al baño, y nos vamos! ¡Ya vengo!
En esos minutos Marti y yo volvimos a quedarnos a solas. Pero fueron los peores segundos para mi ritmo cardíaco. Martina enseguida empezó a insistirme para que me termine de comer el helado que le quedaba. Para lo cual me introducía sus dedos pegoteados y el palillo con restos de limón en la boca, riéndose de mi incomodidad, sin importarle un carajo que yo le dijera que no quería. Para colmo, de golpe replicó: ¡Abu, otra vez, eso duro en mi cola! ¿Qué es? ¡Está cada vez más duro!
¡Shhhh, callate Marti, que no es, no, no pasa nada! ¡Mejor, vos explicame, cómo es, eso de que, te measte el vestido! ¡Es verdad?!, le dije como para que no le preste atención a la erección de mi pene.
¡Fue sin querer, pero, ni sé cómo me pasó! ¡Cuando me desperté, tenía, la bombacha y el vestido mojados! ¡ahora decime qué es eso duro en mi cola! ¡Es tu pito abu?!, me dijo bajito al oído, tras una ráfaga de su aroma adolescente impactando en mi nariz. Encima su cola se frotaba más contra mi dureza, y eso hacía que mi presemen rompa a volar con todas sus libertades.
¡Bueno, solo te lo cuento porque sos vos! ¡Esa siesta, soñé con el pito de un nene que me gusta! ¡Y cuando me desperté me pasó eso! ¡Soy una chancha abu! ¡Espero que no me bajes la categoría de ser tu nieta preferida por, bueno, por hacerme pipí una vez!, me dijo, electrificando aún más al flujo de mi sangre ensanchándome las venas del tronco de la verga.
¡Vamooos Martiii, agarrá tus cosas que nos vamos! ¡Tu padre nos espera en el auto! ¡Y anda medio cruzado! ¡Así que, yo que vos me apuro!, comenzó a surgir la voz de mi hija cada vez más clara por entre los ecos de la casa. Fue rapidísimo como esa nena desapareció de mis piernas. En cuestión de otros segundos como agua entre los dedos de los pies, mi mente cavilaba sola en la soledad de mi casa. ¿cómo podía ser que mi nietita haya soñado con el pito de un nene con 12 añitos? ¿por qué se habría mojado el vestido? ¿acaso los sueños de una inexperta sexual podían ser intensos a ese punto? ¿sabría cosas acerca de la masturbación? ¿mi hija estaría al corriente de este asunto?
Lo cierto es que por la madrugada me desperté con la verga hecha una morcilla, con mis pensamientos invadidos por el perfume y las manitos pegoteadas de Martina en mi cara, y con la sensación de los movimientos peligrosos de su colita en mis piernas. Allí fue que le dediqué la primer paja, y como aún atesoraba la bombachita que me había encontrado entre sus sábanas, no tuve la menor vergüenza en colmarla de mi leche, luego de restregarla en mi nariz. Supongo que gracias a eso, estuve varios días con la mente despejada de los delirios que esa nena le imprimía sin saberlo a mis sentidos.
El fin de semana siguiente no vino a casa. Pero el próximo volvió con toda su desfachatés intacta. Ese sábado durante la siesta, en lugar de recostarse en su cama, quiso que le cuente un cuento en el patio, sobre una mecedora amplia que tengo bajo los árboles. Me dijo que de última, si se quedaba dormida la lleve a la cama. Esa tarde no abrí el kiosko porque me faltaba bastante mercadería. El tema es que, para contarle el cuento en la hamaca, ella debía sentarse sobre mis piernas. Y lo hizo, como si fuese otra inocente burla de los infiernos más inalcanzables.
¡Abu, pero, ahora no me cuentes un cuentito de animales y eso! ¡ya estoy un poco grande!, me anunció con una sonrisa curiosa.
¡Contame algo donde un chico y una chica se enamoran… se besan… no sé, salen a bailar… y bueno, todo lo que quieras! ¡Puede que haya magia, brujas y hechiceros! ¡Pero, que sean adolescentes! ¿Te copás?!, me decía, ahora clavándome sus ojos suplicantes, otra vez resbalándose de mis piernas por lo suave de la tela de su vestidito corto. No supe qué inventarle. Pero más o menos comencé a improvisar lo que podía. Algo así como, la historia de una bruja y un hechicero que se conocían en una escuela de magia, con 15 años. Por momentos perdía el hilo cuando Marti suspiraba impresionada. Por suerte, sus preguntas me ayudaban a reconstruir la trama.
¡Abu, y la chica era linda? ¡Digo, tenía una linda cola y esas cosas?!, me cuestionó de golpe.
¡No sé Marti, en esa escuela los chicos, solo piensan, en, la magia, en ser buenos magos y eso! ¡Además, creo que eso habría que preguntárselo al chico! ¡Aunque también se enamoran, claro!, resolví ingenuo.
¡Naaaah, abuuu! ¡Seguro que al pibe le gusta la cola de la chica, o las tetas! ¡A esa edad, también las chicas quieren piqui piqui!, dijo desconcertándome por completo, con otra sonrisa fascinante en los labios.
¿Y qué es eso del piqui piqui? ¿Me podrías explicar?!, le dije, a la vez que le hacía cosquillas en la parte de atrás de las rodillas, que era su punto débil para hacerla estallar de risa. No había reparado en lo dura que ya tenía la pija hasta entonces. Su cola amortiguaba su extensión, pero ya no era suficiente.
¿En serio que no sabés lo que es eso? ¡Es cuando un chico y una chica quieren, hacer esas cositas chanchas! ¡Yo no sé mucho de eso! ¡Me lo contó la Cele, mi mejor amiga!, se explicó sin dejar de reír, ladearse y rejuntar algunos hilitos de baba que se le caían por mi varieté de cosquillas. Ahora mis manos la levantaban de la cola y la hacían brincar despacito sobre mis piernas, mientras le decía: ¿Y no te parece que sos chiquita para hablar de esas cositas vos? ¡Tu amiguita se ve que se las sabe todas! ¡Así que, me parece que vamos a cambiar el cuento! ¿Vos qué decís?
Martina se reía, decía que noooo para que le siga contando acerca de los magos, y me confesaba que la tal Cele tenía dos novios. No sé por qué en ese exacto momento le pellizqué una nalga, diciéndole: ¡Imagino que vos no tenés ni medio novio, verdad?!
Ella detuvo sus carcajadas, dijo algo como: ¡aaauch!, y sintió otra vez el choque de mi miembro contra sus nalguitas apenas la dejé caer sobre mí. La idea era seguir con mi cuento. Pero ella volvió a interrumpirme: ¡Abu, otra vez, tu pito está re duro!
¡Marti, mejor seguimos con el cuento, sí?!, le largué armándome de valor, otra vez esquivando su observación.
¿A los nenes también se les pone duro el pito abu? ¿Es porque, quieren hacer pichí? ¡Bueno, la Cele me dijo que a su novio, a uno de ellos se le pone duro también, cuando se besan y esas cosas!, se despachó natural, con una de sus manos en mi pecho, mirándome los labios para ver si ellos podían sacarla de sus dudas.
¡Bueno, puede ser, un poco de todo hija! ¡Pero, yo no tengo que explicarte esas cosas!, le dije, sintiendo cómo la poronga me recriminaba por no tomar a esa nenita y poseerla en el nombre de mi urgencia sexual.
¡Abu, y recién, cuando me pellizcaste la cola… es porque… no querés que tenga novio? ¿eso te enojaría?!, preguntó de repente, humillándome aún más. Había olvidado mi desatino. Enseguida le pedí disculpas, y le prometí un helado del gusto que quiera para que me perdone, mientras juntaba mi nariz a la suya. Ahora aquello me significaba demasiados escalofríos.
Pero de pronto su vocecita dijo por lo bajo: ¡No pasa nada abu! ¡Yo creo que, a veces me merezco un buen pellizco en la cola! ¡O algún chirlo! ¡Igual, no te preocupes que no me dolió!, y se echó a reír con todas sus ganas. Entonces, aproveché ese segundo sagrado para bajarla de mi cuerpo y decirle que necesitaba ir al baño, y que a la vuelta le traía el helado.
¡Dale abu, andá a hacer pis, así no se te pone tan duro el pito! ¡Traeme de vainilla abuuuu, porfiiii!, me gritaba mientras enfilaba para adentro de la casa.
Aquellas palabritas terminaron por desorientarme. No podía ser que esa pendeja se tomara las cosas con tanto desparpajo! ¿era realmente inocente, traviesa y curiosa? ¿acunaría otras intenciones en su mente? ¿querría seducirme en verdad, una nena que todavía cursaba séptimo grado? ¿sería prudente hablar con mi hija del comportamiento precoz de Martina? ¿y esa nena, la tal Cele, cuánto le habría hablado de sexo? ¿seguro esa debe ser la más rapidita del colegio! ¡ella tiene que haberle dicho algunas cosas más acerca del pito, o la concha! Todos esos pensamientos me presionaban la garganta y los músculos, mientras me pajeaba en el baño con toda la libertad que había perdido al lado de mi nieta. Afortunadamente mi lechazo no tardó en explotar en el inodoro como pesadas gotas de plomo, cuando mi cuerpo perdía el equilibrio momentáneamente, mis labios dejaban que mis jadeos se oigan en el arruinado techo y mis manos se me acalambraban de tanto darle y darle a la dureza de mi pija. Creo que hasta mencioné el nombre de Martina y su amiga mientras largaba semen como para vaciarme de culpas inconcebibles.
Al día siguiente no hubo casi nada por destacar. Solo que, cuando la fui a despertar de su siesta para que tome la merienda, antes de que Mónica la pase a buscar, la vi en bombachita, boca abajo y con las manos debajo de la almohada.
¡Arriba corazóoon, dale que ya viene tu mami!, le dije sacudiéndole un brazo. Ni bien abrió los ojos y se los frotó con una de sus manos me balbuceó: ¡Abu, me tenés que pellizcar la cola, porque, me porté mal! ¡Bueno, en realidad, soñé que un chico me mostraba el pito en la escuela! ¡No está bien soñar esas cosas, no?!
No le respondí. Instintivamente le di dos pellizquitos, uno en cada nalga, y volví a repetirle que se levante, se lave la cara y se vista. Ella deslizó dos deliciosos ¿aaauchii!, uno más delicado que el otro, y me pidió que no le cuente a su mami que tuvo ese sueño.
¡Entonces, vos tampoco le vas a contar que yo te pellizqué la cola! ¿Estamos?!, le dije dándole un cariñoso chirlo en la nalga derecha, la que no estaba del todo cubierta por su bombacha blanca. Ella gimió y se tocó en la zona del chirlo, fingiendo que le había dolido mucho, con todas las intenciones de levantarse. Pero yo la frené de inmediato.
¡Pará nena! ¡Esperá a que yo me vaya para levantarte! ¡Estás en bombacha por si no te diste cuenta!, le dije, mientras salía del cuarto, abrumado, desconsolado por mi cobardía, pero orgulloso de haber admirado esa cola que, por más que contara solo con 12 añitos, eran dos bombitas de crema para hincarles el diente a placer.
¿Y qué tiene abu? ¡Soy tu nieta! ¡No tiene nada de malo que me veas en calzones!, la oía decir mientras le preparaba un licuado de bananas, con la pija en crisis por su exceso de elaboración de presemen.
de golpe y porrazo mi nieta cumplió los 13. Recuerdo que Mónica le hizo una fiestita en su casa con sus compañeritos del cole. Esa vez no tuve la suerte de conocer a Celeste, porque por desgracia la piba estaba con gripe. Yo, al igual que los tíos y primos más grandes estuvimos un ratito y nos fuimos, para que Marti disfrute con sus amigos. Pero al otro día, un sábado tormentoso, Mónica me llamó por teléfono, dando por sentado que aceptaría su pedido.
¡Papi, te llevo a la Marti! ¡Dice que quiere ir a visitarte! ¡Parece que le cayó la ficha que hace como tres meses que no va para allá! ¡No te preocupes que no tiene deberes!, me decía Moni, apurada y nerviosa como siempre. No se equivocaba. Yo jamás le diría que no a nada que tenga que ver con Martina.
Ese sábado todo fue normal. Yo le regalé 5 helados a elección repartidos en todo el día, una agenda, un libro de cuentos de ciencia ficción, una caja de golosinas surtidas, aunque sin chocolate, y unos auriculares. Los abuelos siempre le llevamos el apunte a los caprichos de los nietos. Sabía que tendría que vérmelas con Mónica por ese último obsequio. Pero no me importaba. Todo valía la pena por ver los ojitos radiantes de felicidad de mi niña que, ahora mostraba al mundo sus caderas más rectas y prominentes, una cola más abultada, y unas pequeñas montañas en el busto. Cuando la abracé, una vez que estuvimos solos en la cocina, y cuando ya hubo abierto todos sus regalos con emoción, su perfume me confundió aún más que antes. El olor de su piel había cambiado por completo, y eso condujo a mi pija a restregarse en su entrepierna, en medio de nuestro abrazo cargado de sincero cariño.
Pero el domingo volvió a la carga con sus insinuaciones, conscientes o no, pero tan irritable como su rebeldía. La tenía sentada en mis piernas, esta vez comiendo una tostada con manteca, cuando de repente replicó: ¡Abu, ¿Ya no se te pone el pito duro cuando me siento arriba tuyo?!, y soltó una risita que me conmovió. Eso bastó para que mi pene emerja furioso, renazca de sus cenizas y vuelva a pegarse en sus nalgas, ahora algo más desarrolladas.
¿Para qué hablaste Marti?!, se me escapó de entre los labios, como una bocanada sutil, y ella inspeccionó, no solo con su cola que mi pene estaba tieso como una roca. También me lo tanteó con la manito llena de migas. No llegué a detenerla, y cuando lo hizo no le pedí que deje de hacerlo. Sin embargo, justo cuando estuvo por preguntarme algo, la compostura reapareció valerosa y determinante.
¡Basta Marti, soltá eso cochina! ¡Eso no se toca!, le dije, intentando levantarme para entonces apaciguar a mis deseos.
¿No se toca porque es caca abu? ¡La Cele me dijo que le toca el pito a su novio, y, también me dijo que, al pibe se le endurece cuando la mira, o le toca la cola, y obvio, cuando se besan en la boca!, dijo en medio del concierto crocante de sus dientes y las tostadas.
¡Martina, ya lo hablamos la otra vez! ¡Esas son cosas de grandes! ¡Y, tu amiga es una zarpadita!, le dije, suponiendo que le había gritado. Pero mi voz apenas tenía el color de la palidez más imperceptible.
¡Abu, ¿y a vos se te pone duro el pitulín porque me mirás la cola?!, insistió, como si mi esfuerzo por serenarme no tuviera sentido. Entonces, un impulso me convirtió en un salvaje incomprendido cuando, ni sé bajo qué condiciones le di un cachetazo en la mejilla derecha, diciéndole: ¡Un poco más de respeto pendejita!
Ella se bajó de mis piernas, y una cortina de lágrimas comenzó a bañarle la carita. Me sentí un desgraciado. Jamás le había pegado a mis hijos, y nunca encontré razones siquiera para llamarles la atención a mis nietos. ¡Pero, yo no podía explicarme, no comprendía cuál debía ser mi papel, y en parte, dudaba hasta de la existencia de Celeste! Martina caminó lentamente a su habitación, sollozando, tal vez exagerando las frotadas a su pómulo, como esperando consuelo. Entonces, decidí seguirla. Me cerró la puerta en la cara ni bien entró. Me armé de paciencia y la empecé a llamar en voz baja, apenas con unos golpecitos. Sin embargo, yo mismo entré cuando la oí decirme: ¡Sos re malo abu, pero pasá, si total, a vos no te importa que yo quiera saber!
Ni bien me senté en la cama, en la que ella se echó boca arriba y con la almohada en la cara, empecé a acariciarle las piernas, y ella a intercambiar su llantito por espasmos de risa contenida. Le saqué la almohada, le dije que tenía cara de bruja, le pedí disculpas y le prometí no hablar con Mónica de este asunto. Ella, me dijo que era un rinoceronte malvado, se rió de unas cosquillas que le hice en la panza, y me increpó nuevamente con sus inquietudes.
¡Abu, pero, te juro que si me respondés esto, no te jodo más! ¿puede ser que a los nenes se les ponga duro el pito si, si una chica los besa, o cuando nos miran la cola?!, dijo, evitando mis dedos cosquillosos para poder hablar.
¡Bueno hija, sí, eso, puede ser! ¡Pero, no sé si a los de tu edad! ¡Digo, ustedes son chiquitos! ¡Y esa amiguita tuya, es muy adelantadita me parece! ¡Si tu madre supiera las cosas que hace, no te dejaría juntarte con ella!, razoné, sin darme cuenta que mi mano izquierda sobaba la dureza en la que se transformó mi pija. Ella lo notó de inmediato en cuanto saqué la mano.
¿Otra vez abu, tenés, el pito duro?!, se despachó con arrogancia. Esa vez preferí levantarme y dejarla sola. No había caso que entienda que me ponía en riesgo con sus averiguaciones. Afortunadamente no me siguió, y eso al menos me tranquilizó mientras atendía el negocio.
El lunes fue feriado, y el martes no había clases por jornada de perfeccionamiento docente. Por lo tanto, Marti adornó con su dulzura inquietante a cada rincón de mi casa. El lunes fue la nena buena de siempre. Como si su sexualidad no hubiese golpeado sus puertas. Pero el martes regresó a la aventura de sus dudas. Extrañamente entró al kiosko envuelta en un toallón, con el pelo atado y descalza. Yo anotaba precios y faltantes en una libreta, pensando en abrir de un momento a otro. Eran las 9 de la mañana, y por alguna razón mi despertador no sonó a las 8.
¡Abu, perdón que, te joda, pero, me enseñás a usar el lavarropas?!, me dijo antes de darme el beso de los buenos días.
¡Marti, no te preocupes, que lo que tengas que lavar me lo dejás, y yo lo… pero, qué te pasó? ¡Está fresquito para que andes descalza, y en toallón!, le dije, abrazándola, sobándole la espalda y ofreciéndole un alfajor para su desayuno. Ella se puso colorada.
¡No abu, mejor, yo pongo la ropa en el aparato, y vos le ponés jabón, y todo lo demás!, dijo, con la voz todavía adormilada, los ojos pegados y un misterio que no lograba interpretar. De repente, mientras se iba con el alfajor en la mano, luego de que le dijera que había café preparado, vi que se le caía el toallón, y que una bombacha blanca le cubría la rayita del culo. Pero no ocultaba una fragancia tan sexual como invasora, vulgar y erótica al mismo tiempo. Y no me quedó otra que preguntárselo, antes que desaparezca del kiosko. Ni sé cómo llegué a juntar coraje para hacerlo..
¿Marti, te hiciste pis en la cama?!, sonaron mis palabras al borde de sus oídos que se alejaban. Pero recién confirmé mis sospechas cuando fui a la cocina para cebarme unos mates. Ni bien me senté a la mesa, ella lo hizo sobre mis piernas. Ya se había lavado los dientes. Tomó su desayuno y dejó todo impecable. Pero seguía en toallón, descalza y ahora con el pelo suelto. En ese momento, replicó, ni bien terminó de acomodarse: ¡Abu, ya dejé las sábanas, el piyama y, unas medias en el lavarropas! ¡Sí, me hice pis, sin querer! ¡Supongo que, de dormida no hice tiempo a levantarme! ¡Perdón!
Su aliento estaba muy cerca de mi rostro, y su mano sobre mi cabeza parecía una predicción peligrosa. Sin embargo la tranquilicé diciendo que a cualquiera le puede pasar para que no se sienta mal. Pero, de pronto me dijo con soltura: ¡Abu, vos, me darías un beso en la boca? ¡Digo, si no querés que me bese con ningún chico del cole, y mi mami no sepa lo que hace Celeste, bueno… no sé… es un beso nomás!
¿queeeé? ¿qué decís nena? ¿Te volviste… es que, no tiene sentido… mirá… mejor!, intenté explicarle mientras con una mano me esforzaba por bajarla de mis piernas. Pero fue demasiado tarde. La muy atrevida apoyó su boca en mis labios. Exhaló bien pegadito a mi nariz con su aroma delicado, con restos de alfajor y del mentol de su pasta dental. Su sonrisa me encandilaba por la cercanía, y el olor a pis que evidentemente conservaba su piel me había paralizado. Apenas moví los labios, y ella balanceó sus caderas haciendo que su cola se friccione contra mi miembro, el que dio un estirón como si fuese un resorte, sus labios se abrieron con ternura para darle inicio a un beso breve, húmedo, inexperto, ávido de respuestas y tan necesario para ella como el aire para mis pulmones. La vi cerrar los ojos, poner cara de asombro y tocarse la cara, todo al mismo tiempo mientras el beso nos enlazaba. Pero ni bien el embrujo terminó, Martina pronunció alterándome aún más: ¡Es cierto abu, se te re paró el pito cuando me besaste!, y se bajó rapidísimo de mis piernas. Tal vez avergonzada. A lo mejor satisfecha por hayar una respuesta. Pero la guacha, no conforme con eso se quitó el toallón ante mis ojos insalvables, diciendo que se iba a bañar. La vi caminar en bombacha en dirección al baño, y aprovechando la soledad de su presencia tóxica para el candor de mi calentura, Me hice una flor de paja oliendo el toallón que la envolvía, el que olvidó colgado en una silla, y las sábanas meadas que había dejado en el lavarropas. Creo que mi leche terminó por decorar el toallón, el que enseguida mezclé con la ropa sucia. ¡Esa chiquita me estaba volviendo un viejo pervertido!     Fin

Si les gusta la historia, espero sus comentarios para continuarla, y las sugerencias que quieran hacerme!

Este es mi correo ambarzul28@gmail.com si quisieras sugerirme o contarme tus fantasías te leeré! gracias!
 
Acompañame con tu colaboración!!

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Ko-fi mundial de Ambarzul para mis lectores mundiales =)

 

Comentarios

  1. hola Ambar, hermosa, despues de muchos problemas volvi.....te extrañaba

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    1. ¡Hola Marce! Qué bueno que volviste! Espero se hayan resuelto tus asuntos, así podés seguir leyendo, fantaseando y recreando junto a mí! ¡Un besoteeee!

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  2. muy bueno y creíble el relato. Tengo alguna experiencia en el tema por eso me siento calificado para valorártelo. Espero que siga pronto

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    1. ¡Hola Alex! Tengo pensado continuar esta historia. Me fascina escribir sobre esas nenas inocentes, solo en la teoría. Jejeje! ¡Besos!

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  3. Me encanto delicioso relato

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