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incesto
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Martina es una
dulce, y día a día se convierte en una nena cada vez más capaz, curiosa,
inteligente y sensible. Hoy tiene 14 años, y a pesar de que tengo ocho nietas
más, no puedo dejar de sentir que es mi favorita. Desde que empezó a quedarse
en casa los fines de semanas en que mi hija tenía guardias en el hospital,
Martina comenzó a iluminar a los ratones de mis 59 años desteñidos de soledad.
Me había separado de mi esposa hacía un lustro, y no tenía ojos para otra mujer
desde que aquello pasó. Un poco porque no tenía ganas de volver a los mandatos
de una pareja.
Todo fue dándose
con la mayor naturalidad. Yo no iba a forzarla a nada. No me lo perdonaría. Una
tarde, cuando sus 12 años comenzaban a contornearle la figura y el sol se ponía
celoso por lo radiante de sus ojos claros, le vi por primera vez la colita bajo
uno de sus vestiditos de tela veraniega, repleto de florcitas. Ella atendía el
humilde kiosko que todavía sostengo a pesar de la crisis para hacer unos
manguitos extras. Se había agachado a buscar unos caramelos y dos alfajores.
Tenía la bombachita rosa metida entre sus dos cachetitos redondos, y sentí que
la pija me agradecía semejante panorama con unas buenas estiradas.
Ese mismo día
pero más tardecito la sorprendí mirando la tele con el vestidito re subido. Tal
vez estaba tan concentrada que ni notó que se le veía toda la bombacha. Ahí le
descubrí la vulvita abultándole la tela al ofrecerse ante mis ojos desparramada
en una reposerita de mimbre. Otra vez mi erección registró aquellos regalos de
la anatomía de mi nieta.
Todo lo que hasta
hacía unas horas era pura inocencia, recobraba otros tenores en mi sangre.
Tenerla sentadita a upa mientras veíamos la tele o me ayudaba a contar la plata
de la recaudación del kiosko, para mí era un tormento. Ahora su olorcito a
jabón, el shampoo de su pelo, las texturas de sus shortcitos o la liviandad de
sus vestiditos sobre mis piernas me empalaban demasiado. Sentía su cola contra
mi pija, y un par de veces tuve que desviarle el tema de los pensamientos
cuando murmuró: ¡che abu, qué raro! ¡siento algo duro en la cola!
Desde entonces su
melena rubia hasta los hombros me significaba un maremoto de sensaciones, y más
cuando destilaba su perfume juvenil cerca de mi olfato agraciado. Por suerte había
un cuarto para que ella se quede a dormir. Aunque, en aquellos 12 años de mi
niña, todavía me ocupaba de leerle un cuento antes de que el sueño la atrape en
sus mágicos rincones. Desde entonces, tenía que pedirle que se tape, puesto que
se acostaba en remeritas y culotes. En teoría yo no la miraba, pero no era una
tarea sencilla. Cuando hacía calor no podía pedirle semejante sacrificio, dado
que aquella pieza es lo suficientemente calurosa como para que ni un ventilador
pueda calmarlo. Entonces mi inventiva mencionaba cosas como: ¡El mago no tenía
razones para vencer al hechicero! ¡Todo el pueblo tarde o temprano caería en
sus redes, pero los poderes para derrotar a los brujos no están al alcance de
cualquier mago!, mientras que en mi mente Martina caminaba desnuda,
exhibiéndose ante varios hombres con sus falos enaltecidos. ¡pero, ¿qué me
estaba pasando?
Una mañana,
cuando seguramente Martina ya deambulaba en la escuela, yo me encerré en
aquella piecita, y mientras ordenaba me tomé el atrevimiento de oler las
sábanas que había usado la noche anterior. El olor de su piel estaba intacto,
al igual que el de su intimidad. Ese fue el primer acercamiento que tuve de su
olor a nena, porque, también encontré una bombachita blanca. Seguro se la
olvidó, o no llegó a lavarla cuando se dio una duchita, pensaba en voz alta
mientras me la acercaba a la nariz. Era una mezcla de olorcito a pichí, a
sudor, y a culito. A pesar de que no parecía tan usada. Tenía que controlarme,
porque el próximo sábado la nena volvería a casa, me decía intranquilo,
vulnerable y asombrado de mis propios desatinos.
Ese sábado llegó,
y después de comer unos ñoquis que preparamos juntos, le ofrecí dormir la
siesta en mi cama. Mi pieza era un poco más fresca, y ya había podido arreglar
el ventilador de techo. Total, yo tenía que atender el kiosko. Le abrí la cama,
le di el control remoto del tele para que busque alguna peli antes de dormirse,
y la vi descalzarse con fascinación. Se echó en la cama con los pies desnudos,
un vestidito color pastel que le quedaba anchísimo y un alfajor en la mano. Me
acerqué para darle un beso en la frente, y para juntar mi nariz a la suya, como
le encantaba que le hiciera desde chiquitita, y entonces su voz pronunció con
un dejo de vergüenza: ¡Uuuy, abu, perdón, me tendría que ir a bañar primero! ¡Creo
que mi vestido, o la bombacha, o no sé, pero algo tiene olor a pichí! ¿Vos no
lo notás?!
La tranquilicé
diciéndole que por mí podía tener olor a pichí todo el día, a modo de chiste,
mientras sentía que se me paraba el pito irracionalmente.
¡No te preocupes
ahora Marti! ¡Dormí, y después te bañás! ¿Sí?!, le decía haciéndome el tonto
para olerle el vestido.
¿Perooo, tengo olor
a pis? ¿Será el vestido? ¡No sé si mami lo lavó!, dijo mordiendo su alfajor.
¡Puede ser
hijita!, llegué a decirle cuando justo sonaba el timbre del kiosko. Me tocó
atender por lo menos a 7 personas. Por lo que estuve cerca de 15 minutos lejos
de mi nieta. Aunque mi cerebro seguía recorriéndole los piecitos desnudos, y mi
olfato renaciendo en aquella fragancia que la avergonzaba.
Cuando volví al
cuarto, solo con la idea de saber si se había dormido y entonces apagar la
tele, la vi boca abajo, con el vestidito hasta un poco antes de las rodillas, y
con una bombachita rosada en la mano, la que intentaba guardar debajo de la
almohada.
¡Tomá abu, olela!
¡Te juro que no es la bombacha! ¡Es el vestido el que tiene olor a pis!, me
dijo venciendo al azar de mis impulsos, arrojándome su calzón contra el pecho.
Al parecer se sorprendió de verme entrar.
¡No te preocupes
Marti! ¡Yo solo, venía a ver si dormías!, le dije, sin omitir oler de soslayo
aquella prenda suavecita. Solo olía a perfume, y a la misma indecencia que
gobernaba mis ratones.
¡Dormí Marti, y
después te bañás corazón!, le dije con la pija re dura, mientras abandonaba el
cuarto con su bombachita en la mano. No supe cómo serenarme por largo rato.
Puse un partido en la radio, acomodé golosinas en los estantes, me preparé un
licuado, me afeité, y hasta regué algunas plantas del patio. Pero esa bombacha
me sometía como a un pendejo adolescente, y cada tanto tenía que tocarme la
chota.
La mañana
siguiente, desayunamos en el patio, bajo la frondosa sombra de dos álamos
grandiosos, en unos bancos de mármol y sobre una mesa que yo mismo construí. A
lo largo y ancho de la cerámica están inscriptos los nombres de mis 8 nietas, y
el de mi único nieto. Martina me ganó de mano, teniendo en cuenta que yo
pensaba ir a despertarla. Se me apareció con unas chatitas, una remerita de
algodón con tonos muy claros que le quedaba chicona y un short de jean
apretadito.
¡Buen día mi abu
preferido! ¡Gracias por dejarme dormir un ratito más! ¡Posta, lo necesitaba!,
me dijo luego de estamparme un beso en la mejilla, bostezar y manotear una
tostada con queso.
¡De nada hija! ¡Te
vi muy cansada, y me pareció que, como es domingo, bue, podías dormir un poco
más! ¿Te preparo una chocolatada?!, le pregunté, sintiéndome invadido por el
tono de su voz.
¡Nooo abuu!
¡Haceme un juguito de naranja! ¡Creo que, estoy medio gordita, y tendría que
aflojar con las cosas dulces! ¡Imaginate! gorda, con olor a pis en el vestido…
Naaaah, soy una villerita! ¡Si sigo así, me voy a parecer a la Maga!, dijo
mientras su sonrisa perfecta se convertía en una carcajada maliciosa. Magalí es
otra de mis nietas que tiene 14 años de pura mugre encima, y está un poco
excedida de peso. Muchas veces discutí con mi hijo y mi nuera por no ocuparse
de ella como corresponde. Pero siempre los viejos somos unos metidos, no
entendemos nada de los tiempos modernos, y todo lo demás. Ese comentario logró
que la puntita de la pija se me moje como si un extintor estuviese esperando la
orden para ponerse en funcionamiento.
¿Qué decís Marti?
¡Todavía sos chiquita para preocuparte por esas cosas! ¡Igual, te voy a
preparar un jugo! ¡Ese no es el punto! ¡Pero, no te compares con tu prima! ¡Ella
está haciendo tratamiento y, bueno, le cuesta!, traté de explicarle, aunque tan
impreciso como sin convicciones. Me levanté para enfilar a la cocina, y a mitad
de camino, la oí decirme: ¡Bueno abu, pero, también tengo que cuidarme por los
granitos! ¡Tengo una bocha en la cola!
No volví a
mirarla hasta que le traje el juguito. Se lo dejé en la mesa casi sin hablarle,
tragando saliva y respirando profundamente el aire vegetal que nos envolvía.
¡Abu, te juro que
tengo un montón de granitos en la cola! ¡Ayer me los vi en el espejo, y me
quise morir! ¡Mirá!, me dijo levantándose del banco, con sus manos sobre el
elástico del short, dispuesta a bajárselo, apuntándome con sus pequeñas dos
manzanitas. Para mí todo se dio en cámara lenta. No pude prohibirle que no se
baje la ropita, ni que se me acerque para que mis ojos puedan inspeccionarla
bien. Era cierto. Tenía varios granitos poblándole las nalgas. Especialmente en
la parte donde se juntan todas las curvas de sus montañas para culminar en esos
círculos más que comestibles. Ni siquiera llegué a reparar en la bombacha que
traía puesta.
¡No es nada nena,
es, creo que, son cosas de la edad! ¡Tenés que preguntarle a tu mami! ¡Subite
eso, y terminá de desayunar! ¡Eso sí, desde ahora, menos chocolate corazón!, le
dije como para sacarme de encima el martirio que me acechaba a solo unos pasos
de mis dedos lujuriosos.
Ese mismo domingo
por la tarde, mientras la tenía sobre mis piernas comiendo un heladito de limón,
Marti me ayudaba a contar billetes y monedas. Su madre la vendría a buscar de
un momento a otro. De repente, una de mis manos la manoteó de la cola para
acomodarla mejor, ya que medio se me resbalaba de las piernas. Entonces, cuando
mi pene sintió la revelación de sus bombitas de carne contra sí, noté que un
temblor irreparable me rodeó desde el glande a mis testículos. Seguro que por
la sorpresa gemí, o balbuceé algo que no puedo recordar.
¿Abu, estás bien?
¿Soy muy pesada? ¡Si querés me bajo!, dijo mi nieta con los cachetes más
rosados y frescos que siempre.
¡No mi amor, no
me pasa nada! ¡Estoy bien! ¡Y basta con eso de estar pesada!, definí con una
falsa tranquilidad.
¡Dale abu, no podés
negar que estoy gordita! ¡Pero, al menos, no tengo olor a pis, no?!, me dijo
lamiendo el helado, mirándome a los ojos con picardía.
¡No Marti, tenés
rico olor!, le dije, cada vez menos seguro de mí mismo. En ese preciso instante
llega Mónica, la madre de Martina, y por consecuente mi hija. Martina no se
levantó de mi cuerpo al ver a su madre.
¡Vamos Marti, que
mañana hay que ir al cole! ¿Cómo estás papi? ¿Se portó bien esta yegüita?!,
dijo Mónica tras abrir la puerta con la copia de mi llave, la que yo mismo le
facilité tiempo atrás por cualquier emergencia.
Entonces Marti le
dijo resuelta, mientras yo guardaba fajos de billetes en una cajonera, siempre
con la nena a upa: ¡Maa, me salieron granitos en la cola! ¡Creo que es por el
chocolate! ¡Y, el vestido que traje, tenía olor a pichí! ¡Para mí que lo meó el
gato! ¡Bueno, y otra cosa! ¡Estoy un poco gordita me parece!
Mi hija refunfuñó
por lo bajo, me dio un beso, sonrió luminosa y se explicó: ¡Mirá Marti, eso de
que estás gordita, ya lo hablamos! ¡Cortala con eso! ¡Lo de los granitos, ya lo
vamos a ver! ¡Y el vestido, yo te dije que no lo había lavado! ¡Y no fue el
gato! ¡Fuiste vos cochina! ¿Te acordás?
Acto seguido,
tras el silencio de Martina mi hija resolvió: ¡Papi, paso al baño, y nos vamos!
¡Ya vengo!
En esos minutos
Marti y yo volvimos a quedarnos a solas. Pero fueron los peores segundos para
mi ritmo cardíaco. Martina enseguida empezó a insistirme para que me termine de
comer el helado que le quedaba. Para lo cual me introducía sus dedos pegoteados
y el palillo con restos de limón en la boca, riéndose de mi incomodidad, sin
importarle un carajo que yo le dijera que no quería. Para colmo, de golpe
replicó: ¡Abu, otra vez, eso duro en mi cola! ¿Qué es? ¡Está cada vez más duro!
¡Shhhh, callate
Marti, que no es, no, no pasa nada! ¡Mejor, vos explicame, cómo es, eso de que,
te measte el vestido! ¡Es verdad?!, le dije como para que no le preste atención
a la erección de mi pene.
¡Fue sin querer,
pero, ni sé cómo me pasó! ¡Cuando me desperté, tenía, la bombacha y el vestido
mojados! ¡ahora decime qué es eso duro en mi cola! ¡Es tu pito abu?!, me dijo
bajito al oído, tras una ráfaga de su aroma adolescente impactando en mi nariz.
Encima su cola se frotaba más contra mi dureza, y eso hacía que mi presemen
rompa a volar con todas sus libertades.
¡Bueno, solo te
lo cuento porque sos vos! ¡Esa siesta, soñé con el pito de un nene que me gusta!
¡Y cuando me desperté me pasó eso! ¡Soy una chancha abu! ¡Espero que no me
bajes la categoría de ser tu nieta preferida por, bueno, por hacerme pipí una
vez!, me dijo, electrificando aún más al flujo de mi sangre ensanchándome las
venas del tronco de la verga.
¡Vamooos Martiii,
agarrá tus cosas que nos vamos! ¡Tu padre nos espera en el auto! ¡Y anda medio
cruzado! ¡Así que, yo que vos me apuro!, comenzó a surgir la voz de mi hija
cada vez más clara por entre los ecos de la casa. Fue rapidísimo como esa nena
desapareció de mis piernas. En cuestión de otros segundos como agua entre los
dedos de los pies, mi mente cavilaba sola en la soledad de mi casa. ¿cómo podía
ser que mi nietita haya soñado con el pito de un nene con 12 añitos? ¿por qué
se habría mojado el vestido? ¿acaso los sueños de una inexperta sexual podían
ser intensos a ese punto? ¿sabría cosas acerca de la masturbación? ¿mi hija
estaría al corriente de este asunto?
Lo cierto es que
por la madrugada me desperté con la verga hecha una morcilla, con mis
pensamientos invadidos por el perfume y las manitos pegoteadas de Martina en mi
cara, y con la sensación de los movimientos peligrosos de su colita en mis
piernas. Allí fue que le dediqué la primer paja, y como aún atesoraba la
bombachita que me había encontrado entre sus sábanas, no tuve la menor
vergüenza en colmarla de mi leche, luego de restregarla en mi nariz. Supongo que
gracias a eso, estuve varios días con la mente despejada de los delirios que
esa nena le imprimía sin saberlo a mis sentidos.
El fin de semana
siguiente no vino a casa. Pero el próximo volvió con toda su desfachatés
intacta. Ese sábado durante la siesta, en lugar de recostarse en su cama, quiso
que le cuente un cuento en el patio, sobre una mecedora amplia que tengo bajo
los árboles. Me dijo que de última, si se quedaba dormida la lleve a la cama.
Esa tarde no abrí el kiosko porque me faltaba bastante mercadería. El tema es
que, para contarle el cuento en la hamaca, ella debía sentarse sobre mis
piernas. Y lo hizo, como si fuese otra inocente burla de los infiernos más
inalcanzables.
¡Abu, pero, ahora
no me cuentes un cuentito de animales y eso! ¡ya estoy un poco grande!, me
anunció con una sonrisa curiosa.
¡Contame algo
donde un chico y una chica se enamoran… se besan… no sé, salen a bailar… y
bueno, todo lo que quieras! ¡Puede que haya magia, brujas y hechiceros! ¡Pero,
que sean adolescentes! ¿Te copás?!, me decía, ahora clavándome sus ojos
suplicantes, otra vez resbalándose de mis piernas por lo suave de la tela de su
vestidito corto. No supe qué inventarle. Pero más o menos comencé a improvisar
lo que podía. Algo así como, la historia de una bruja y un hechicero que se
conocían en una escuela de magia, con 15 años. Por momentos perdía el hilo
cuando Marti suspiraba impresionada. Por suerte, sus preguntas me ayudaban a reconstruir
la trama.
¡Abu, y la chica
era linda? ¡Digo, tenía una linda cola y esas cosas?!, me cuestionó de golpe.
¡No sé Marti, en
esa escuela los chicos, solo piensan, en, la magia, en ser buenos magos y eso! ¡Además,
creo que eso habría que preguntárselo al chico! ¡Aunque también se enamoran,
claro!, resolví ingenuo.
¡Naaaah, abuuu!
¡Seguro que al pibe le gusta la cola de la chica, o las tetas! ¡A esa edad,
también las chicas quieren piqui piqui!, dijo desconcertándome por completo,
con otra sonrisa fascinante en los labios.
¿Y qué es eso del
piqui piqui? ¿Me podrías explicar?!, le dije, a la vez que le hacía cosquillas
en la parte de atrás de las rodillas, que era su punto débil para hacerla
estallar de risa. No había reparado en lo dura que ya tenía la pija hasta
entonces. Su cola amortiguaba su extensión, pero ya no era suficiente.
¿En serio que no
sabés lo que es eso? ¡Es cuando un chico y una chica quieren, hacer esas
cositas chanchas! ¡Yo no sé mucho de eso! ¡Me lo contó la Cele, mi mejor
amiga!, se explicó sin dejar de reír, ladearse y rejuntar algunos hilitos de
baba que se le caían por mi varieté de cosquillas. Ahora mis manos la
levantaban de la cola y la hacían brincar despacito sobre mis piernas, mientras
le decía: ¿Y no te parece que sos chiquita para hablar de esas cositas vos? ¡Tu
amiguita se ve que se las sabe todas! ¡Así que, me parece que vamos a cambiar
el cuento! ¿Vos qué decís?
Martina se reía,
decía que noooo para que le siga contando acerca de los magos, y me confesaba
que la tal Cele tenía dos novios. No sé por qué en ese exacto momento le pellizqué
una nalga, diciéndole: ¡Imagino que vos no tenés ni medio novio, verdad?!
Ella detuvo sus
carcajadas, dijo algo como: ¡aaauch!, y sintió otra vez el choque de mi miembro
contra sus nalguitas apenas la dejé caer sobre mí. La idea era seguir con mi
cuento. Pero ella volvió a interrumpirme: ¡Abu, otra vez, tu pito está re duro!
¡Marti, mejor
seguimos con el cuento, sí?!, le largué armándome de valor, otra vez esquivando
su observación.
¿A los nenes
también se les pone duro el pito abu? ¿Es porque, quieren hacer pichí? ¡Bueno,
la Cele me dijo que a su novio, a uno de ellos se le pone duro también, cuando
se besan y esas cosas!, se despachó natural, con una de sus manos en mi pecho,
mirándome los labios para ver si ellos podían sacarla de sus dudas.
¡Bueno, puede
ser, un poco de todo hija! ¡Pero, yo no tengo que explicarte esas cosas!, le
dije, sintiendo cómo la poronga me recriminaba por no tomar a esa nenita y
poseerla en el nombre de mi urgencia sexual.
¡Abu, y recién,
cuando me pellizcaste la cola… es porque… no querés que tenga novio? ¿eso te
enojaría?!, preguntó de repente, humillándome aún más. Había olvidado mi
desatino. Enseguida le pedí disculpas, y le prometí un helado del gusto que
quiera para que me perdone, mientras juntaba mi nariz a la suya. Ahora aquello
me significaba demasiados escalofríos.
Pero de pronto su
vocecita dijo por lo bajo: ¡No pasa nada abu! ¡Yo creo que, a veces me merezco
un buen pellizco en la cola! ¡O algún chirlo! ¡Igual, no te preocupes que no me
dolió!, y se echó a reír con todas sus ganas. Entonces, aproveché ese segundo
sagrado para bajarla de mi cuerpo y decirle que necesitaba ir al baño, y que a
la vuelta le traía el helado.
¡Dale abu, andá a
hacer pis, así no se te pone tan duro el pito! ¡Traeme de vainilla abuuuu,
porfiiii!, me gritaba mientras enfilaba para adentro de la casa.
Aquellas
palabritas terminaron por desorientarme. No podía ser que esa pendeja se tomara
las cosas con tanto desparpajo! ¿era realmente inocente, traviesa y curiosa?
¿acunaría otras intenciones en su mente? ¿querría seducirme en verdad, una nena
que todavía cursaba séptimo grado? ¿sería prudente hablar con mi hija del
comportamiento precoz de Martina? ¿y esa nena, la tal Cele, cuánto le habría
hablado de sexo? ¿seguro esa debe ser la más rapidita del colegio! ¡ella tiene
que haberle dicho algunas cosas más acerca del pito, o la concha! Todos esos
pensamientos me presionaban la garganta y los músculos, mientras me pajeaba en
el baño con toda la libertad que había perdido al lado de mi nieta.
Afortunadamente mi lechazo no tardó en explotar en el inodoro como pesadas
gotas de plomo, cuando mi cuerpo perdía el equilibrio momentáneamente, mis
labios dejaban que mis jadeos se oigan en el arruinado techo y mis manos se me
acalambraban de tanto darle y darle a la dureza de mi pija. Creo que hasta
mencioné el nombre de Martina y su amiga mientras largaba semen como para
vaciarme de culpas inconcebibles.
Al día siguiente
no hubo casi nada por destacar. Solo que, cuando la fui a despertar de su
siesta para que tome la merienda, antes de que Mónica la pase a buscar, la vi
en bombachita, boca abajo y con las manos debajo de la almohada.
¡Arriba
corazóoon, dale que ya viene tu mami!, le dije sacudiéndole un brazo. Ni bien
abrió los ojos y se los frotó con una de sus manos me balbuceó: ¡Abu, me tenés
que pellizcar la cola, porque, me porté mal! ¡Bueno, en realidad, soñé que un
chico me mostraba el pito en la escuela! ¡No está bien soñar esas cosas, no?!
No le respondí.
Instintivamente le di dos pellizquitos, uno en cada nalga, y volví a repetirle
que se levante, se lave la cara y se vista. Ella deslizó dos deliciosos
¿aaauchii!, uno más delicado que el otro, y me pidió que no le cuente a su mami
que tuvo ese sueño.
¡Entonces, vos
tampoco le vas a contar que yo te pellizqué la cola! ¿Estamos?!, le dije
dándole un cariñoso chirlo en la nalga derecha, la que no estaba del todo
cubierta por su bombacha blanca. Ella gimió y se tocó en la zona del chirlo,
fingiendo que le había dolido mucho, con todas las intenciones de levantarse.
Pero yo la frené de inmediato.
¡Pará nena! ¡Esperá
a que yo me vaya para levantarte! ¡Estás en bombacha por si no te diste
cuenta!, le dije, mientras salía del cuarto, abrumado, desconsolado por mi
cobardía, pero orgulloso de haber admirado esa cola que, por más que contara
solo con 12 añitos, eran dos bombitas de crema para hincarles el diente a
placer.
¿Y qué tiene abu?
¡Soy tu nieta! ¡No tiene nada de malo que me veas en calzones!, la oía decir mientras
le preparaba un licuado de bananas, con la pija en crisis por su exceso de
elaboración de presemen.
de golpe y
porrazo mi nieta cumplió los 13. Recuerdo que Mónica le hizo una fiestita en su
casa con sus compañeritos del cole. Esa vez no tuve la suerte de conocer a
Celeste, porque por desgracia la piba estaba con gripe. Yo, al igual que los
tíos y primos más grandes estuvimos un ratito y nos fuimos, para que Marti
disfrute con sus amigos. Pero al otro día, un sábado tormentoso, Mónica me
llamó por teléfono, dando por sentado que aceptaría su pedido.
¡Papi, te llevo a
la Marti! ¡Dice que quiere ir a visitarte! ¡Parece que le cayó la ficha que
hace como tres meses que no va para allá! ¡No te preocupes que no tiene
deberes!, me decía Moni, apurada y nerviosa como siempre. No se equivocaba. Yo
jamás le diría que no a nada que tenga que ver con Martina.
Ese sábado todo
fue normal. Yo le regalé 5 helados a elección repartidos en todo el día, una
agenda, un libro de cuentos de ciencia ficción, una caja de golosinas surtidas,
aunque sin chocolate, y unos auriculares. Los abuelos siempre le llevamos el
apunte a los caprichos de los nietos. Sabía que tendría que vérmelas con Mónica
por ese último obsequio. Pero no me importaba. Todo valía la pena por ver los
ojitos radiantes de felicidad de mi niña que, ahora mostraba al mundo sus
caderas más rectas y prominentes, una cola más abultada, y unas pequeñas
montañas en el busto. Cuando la abracé, una vez que estuvimos solos en la
cocina, y cuando ya hubo abierto todos sus regalos con emoción, su perfume me
confundió aún más que antes. El olor de su piel había cambiado por completo, y
eso condujo a mi pija a restregarse en su entrepierna, en medio de nuestro
abrazo cargado de sincero cariño.
Pero el domingo
volvió a la carga con sus insinuaciones, conscientes o no, pero tan irritable
como su rebeldía. La tenía sentada en mis piernas, esta vez comiendo una
tostada con manteca, cuando de repente replicó: ¡Abu, ¿Ya no se te pone el pito
duro cuando me siento arriba tuyo?!, y soltó una risita que me conmovió. Eso
bastó para que mi pene emerja furioso, renazca de sus cenizas y vuelva a
pegarse en sus nalgas, ahora algo más desarrolladas.
¿Para qué
hablaste Marti?!, se me escapó de entre los labios, como una bocanada sutil, y
ella inspeccionó, no solo con su cola que mi pene estaba tieso como una roca.
También me lo tanteó con la manito llena de migas. No llegué a detenerla, y
cuando lo hizo no le pedí que deje de hacerlo. Sin embargo, justo cuando estuvo
por preguntarme algo, la compostura reapareció valerosa y determinante.
¡Basta Marti, soltá
eso cochina! ¡Eso no se toca!, le dije, intentando levantarme para entonces
apaciguar a mis deseos.
¿No se toca
porque es caca abu? ¡La Cele me dijo que le toca el pito a su novio, y, también
me dijo que, al pibe se le endurece cuando la mira, o le toca la cola, y obvio,
cuando se besan en la boca!, dijo en medio del concierto crocante de sus
dientes y las tostadas.
¡Martina, ya lo
hablamos la otra vez! ¡Esas son cosas de grandes! ¡Y, tu amiga es una
zarpadita!, le dije, suponiendo que le había gritado. Pero mi voz apenas tenía
el color de la palidez más imperceptible.
¡Abu, ¿y a vos se
te pone duro el pitulín porque me mirás la cola?!, insistió, como si mi
esfuerzo por serenarme no tuviera sentido. Entonces, un impulso me convirtió en
un salvaje incomprendido cuando, ni sé bajo qué condiciones le di un cachetazo
en la mejilla derecha, diciéndole: ¡Un poco más de respeto pendejita!
Ella se bajó de
mis piernas, y una cortina de lágrimas comenzó a bañarle la carita. Me sentí un
desgraciado. Jamás le había pegado a mis hijos, y nunca encontré razones
siquiera para llamarles la atención a mis nietos. ¡Pero, yo no podía
explicarme, no comprendía cuál debía ser mi papel, y en parte, dudaba hasta de
la existencia de Celeste! Martina caminó lentamente a su habitación,
sollozando, tal vez exagerando las frotadas a su pómulo, como esperando
consuelo. Entonces, decidí seguirla. Me cerró la puerta en la cara ni bien
entró. Me armé de paciencia y la empecé a llamar en voz baja, apenas con unos
golpecitos. Sin embargo, yo mismo entré cuando la oí decirme: ¡Sos re malo abu,
pero pasá, si total, a vos no te importa que yo quiera saber!
Ni bien me senté
en la cama, en la que ella se echó boca arriba y con la almohada en la cara,
empecé a acariciarle las piernas, y ella a intercambiar su llantito por
espasmos de risa contenida. Le saqué la almohada, le dije que tenía cara de
bruja, le pedí disculpas y le prometí no hablar con Mónica de este asunto. Ella,
me dijo que era un rinoceronte malvado, se rió de unas cosquillas que le hice
en la panza, y me increpó nuevamente con sus inquietudes.
¡Abu, pero, te
juro que si me respondés esto, no te jodo más! ¿puede ser que a los nenes se
les ponga duro el pito si, si una chica los besa, o cuando nos miran la cola?!,
dijo, evitando mis dedos cosquillosos para poder hablar.
¡Bueno hija, sí,
eso, puede ser! ¡Pero, no sé si a los de tu edad! ¡Digo, ustedes son chiquitos!
¡Y esa amiguita tuya, es muy adelantadita me parece! ¡Si tu madre supiera las
cosas que hace, no te dejaría juntarte con ella!, razoné, sin darme cuenta que
mi mano izquierda sobaba la dureza en la que se transformó mi pija. Ella lo
notó de inmediato en cuanto saqué la mano.
¿Otra vez abu,
tenés, el pito duro?!, se despachó con arrogancia. Esa vez preferí levantarme y
dejarla sola. No había caso que entienda que me ponía en riesgo con sus
averiguaciones. Afortunadamente no me siguió, y eso al menos me tranquilizó
mientras atendía el negocio.
El lunes fue
feriado, y el martes no había clases por jornada de perfeccionamiento docente.
Por lo tanto, Marti adornó con su dulzura inquietante a cada rincón de mi casa.
El lunes fue la nena buena de siempre. Como si su sexualidad no hubiese
golpeado sus puertas. Pero el martes regresó a la aventura de sus dudas.
Extrañamente entró al kiosko envuelta en un toallón, con el pelo atado y
descalza. Yo anotaba precios y faltantes en una libreta, pensando en abrir de
un momento a otro. Eran las 9 de la mañana, y por alguna razón mi despertador
no sonó a las 8.
¡Abu, perdón que,
te joda, pero, me enseñás a usar el lavarropas?!, me dijo antes de darme el
beso de los buenos días.
¡Marti, no te
preocupes, que lo que tengas que lavar me lo dejás, y yo lo… pero, qué te pasó?
¡Está fresquito para que andes descalza, y en toallón!, le dije, abrazándola,
sobándole la espalda y ofreciéndole un alfajor para su desayuno. Ella se puso
colorada.
¡No abu, mejor,
yo pongo la ropa en el aparato, y vos le ponés jabón, y todo lo demás!, dijo,
con la voz todavía adormilada, los ojos pegados y un misterio que no lograba
interpretar. De repente, mientras se iba con el alfajor en la mano, luego de
que le dijera que había café preparado, vi que se le caía el toallón, y que una
bombacha blanca le cubría la rayita del culo. Pero no ocultaba una fragancia
tan sexual como invasora, vulgar y erótica al mismo tiempo. Y no me quedó otra
que preguntárselo, antes que desaparezca del kiosko. Ni sé cómo llegué a juntar
coraje para hacerlo..
¿Marti, te
hiciste pis en la cama?!, sonaron mis palabras al borde de sus oídos que se alejaban.
Pero recién confirmé mis sospechas cuando fui a la cocina para cebarme unos
mates. Ni bien me senté a la mesa, ella lo hizo sobre mis piernas. Ya se había
lavado los dientes. Tomó su desayuno y dejó todo impecable. Pero seguía en
toallón, descalza y ahora con el pelo suelto. En ese momento, replicó, ni bien
terminó de acomodarse: ¡Abu, ya dejé las sábanas, el piyama y, unas medias en
el lavarropas! ¡Sí, me hice pis, sin querer! ¡Supongo que, de dormida no hice
tiempo a levantarme! ¡Perdón!
Su aliento estaba
muy cerca de mi rostro, y su mano sobre mi cabeza parecía una predicción
peligrosa. Sin embargo la tranquilicé diciendo que a cualquiera le puede pasar
para que no se sienta mal. Pero, de pronto me dijo con soltura: ¡Abu, vos, me
darías un beso en la boca? ¡Digo, si no querés que me bese con ningún chico del
cole, y mi mami no sepa lo que hace Celeste, bueno… no sé… es un beso nomás!
¿queeeé? ¿qué
decís nena? ¿Te volviste… es que, no tiene sentido… mirá… mejor!, intenté
explicarle mientras con una mano me esforzaba por bajarla de mis piernas. Pero
fue demasiado tarde. La muy atrevida apoyó su boca en mis labios. Exhaló bien
pegadito a mi nariz con su aroma delicado, con restos de alfajor y del mentol
de su pasta dental. Su sonrisa me encandilaba por la cercanía, y el olor a pis
que evidentemente conservaba su piel me había paralizado. Apenas moví los
labios, y ella balanceó sus caderas haciendo que su cola se friccione contra mi
miembro, el que dio un estirón como si fuese un resorte, sus labios se abrieron
con ternura para darle inicio a un beso breve, húmedo, inexperto, ávido de
respuestas y tan necesario para ella como el aire para mis pulmones. La vi
cerrar los ojos, poner cara de asombro y tocarse la cara, todo al mismo tiempo
mientras el beso nos enlazaba. Pero ni bien el embrujo terminó, Martina
pronunció alterándome aún más: ¡Es cierto abu, se te re paró el pito cuando me
besaste!, y se bajó rapidísimo de mis piernas. Tal vez avergonzada. A lo mejor
satisfecha por hayar una respuesta. Pero la guacha, no conforme con eso se
quitó el toallón ante mis ojos insalvables, diciendo que se iba a bañar. La vi
caminar en bombacha en dirección al baño, y aprovechando la soledad de su
presencia tóxica para el candor de mi calentura, Me hice una flor de paja oliendo
el toallón que la envolvía, el que olvidó colgado en una silla, y las sábanas
meadas que había dejado en el lavarropas. Creo que mi leche terminó por decorar
el toallón, el que enseguida mezclé con la ropa sucia. ¡Esa chiquita me estaba
volviendo un viejo pervertido! Fin
Si les gusta la
historia, espero sus comentarios para continuarla, y las sugerencias que
quieran hacerme!
Este es mi correo ambarzul28@gmail.com si quisieras sugerirme o contarme tus fantasías te
leeré! gracias!
Acompañame con tu colaboración!!
Cafecito nacional de Ambarzul para mis lectores nacionales
Ko-fi mundial de Ambarzul para mis lectores mundiales =)
Comentarios
seeee... quiero mas
ResponderEliminarlo habrá, lo habrá!
Eliminarhola Ambar, hermosa, despues de muchos problemas volvi.....te extrañaba
ResponderEliminar¡Hola Marce! Qué bueno que volviste! Espero se hayan resuelto tus asuntos, así podés seguir leyendo, fantaseando y recreando junto a mí! ¡Un besoteeee!
Eliminarmuy bueno y creíble el relato. Tengo alguna experiencia en el tema por eso me siento calificado para valorártelo. Espero que siga pronto
ResponderEliminar¡Hola Alex! Tengo pensado continuar esta historia. Me fascina escribir sobre esas nenas inocentes, solo en la teoría. Jejeje! ¡Besos!
EliminarMe encanto delicioso relato
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